La Quebrada es uno de los lugares turísticos más famosos a nivel nacional y mundial de nuestro país. Ubicado en el estado de Guerrero, este famoso acantilado de 45 metros de altura, situado en el puerto de Acapulco cuenta con una de las tradiciones de México: los clavados. ¿Cómo es que surgió esta actividad? En Más México te lo contamos:
La leyenda
Cuenta la leyenda que… “Subía el peñasco con la dificultad vencida por la práctica de todos los días, frente a la muchachada del barrio: Poncho y Chava Apac, (los “Toronjos”), el “Chupetas”, Poli, el “Viruta”, la “Changa”, el “Chocolate” y otros más. El que escalaba el peñasco había terminado de pescar para llevar algo de alimento a su madre, la “Jefa” como la conocían los muchachos del barrio, doña Adelina Ríos, una mujer oriunda del puerto, a la que tres experiencias matrimoniales sólo le dejaron seis chamacos y dos niñas que tenía que encausar en el duro camino de la vida.
Mientras la ensarta de pescado producto de la pesca del día era mantenida atada a las rocas bajas del acantilado, apenas sumergida en las aguas marinas donde rompían impetuosas las olas del mar, para mantener fresco el pescado capturado. El muchacho nativo de aquel hermoso puerto, de escasos quince años, empujado por el acicate de las burlas de los hermanos y amigos, enfrentaba el reto de ver cuánto más podía escalar aquel promontorio de treinta y cinco metros de altura. Cada vez que se reunían en ese lugar había que vencer el límite de ascenso del intento anterior.
Apoyando con mucha dificultad los pies en las filosas salientes rocosas, utilizando las manos y hasta las uñas para escalar, Roberto Apac seguía subiendo, mientras más se acercaba a la cima, más determinación encontraba en su ánimo, ¡Esta vez lo lograría!, no le importaba poner en riesgo su vida, ya no escuchaba el bramido del mar al romper en la hendidura del acantilado, no lo alcanzaban tampoco las gritos de júbilo de sus camaradas y hermanos, que al ver que estaba a punto de lograr su objetivo, ahora le enviaban gritos de ánimo para que siguiera escalando.
En esos momentos sólo sentía el gozo ingenuo de ser mejor escalador que su hermano Alfonso y demás nativos que lo miraban con admiración, otros con envidia. Su hermano con quien había empezado a subir en esa ocasión, se detuvo en una saliente a la mitad de la construcción rocosa y lo miraba con orgullo fraterno como iba subiendo y estaba a punto de vencer al conjunto de rocas que la madre naturaleza esculpió en aquel recodo de la costa. El viento fresco de la bocana meció el pelo del muchacho cuando éste alcanzó la cima del montículo de piedra, fue como un beso amoroso al hijo de aquella tierra por el esfuerzo realizado.
Cuando Roberto se vio en la cúspide del montículo y calibró la altura en que se encontraba sintió vértigo y se estremeció por el miedo que sentía a destiempo al comprender el peligro en que había estado. Un resbalón, una piedra que se desprendiera bajo su peso, un error de cálculo al impulsarse con las manos o cualquier otro incidente pudieron provocarle la caída y con ella la muerte. Entonces se postró de rodillas y agradeció a Dios y a la Virgen Guadalupe que lo hubieran protegido. Mientras desde abajo le llegaban los gritos de sus hermanos y amigos para que apurara el descenso porque se les hacía tarde para regresar a sus casas. –¡Vamos Robert, empieza a bajar, tenemos que irnos! -¡Apúrate hermano, si llegamos tarde nos cuerean! -¡Bájate rápidoooo! –Andalee!
Roberto intentó iniciar el descenso, caminó al borde del precipicio, buscó con la mirada un lugar adecuado para empezar a bajar. Como era la primera vez que subía, ahora tendría que buscar un camino para descender. El tiempo y los gritos exigentes de los que estaban abajo lo apremiaban, lo llenaban de nerviosismo y sintió mucha congoja de pensar en los cintarazos que le daría su madre doña Adelina. Observó con respeto la superficie escarpada en busca de una salida de escape para aquella abrumadora situación. Miró casi con horror lo reducido que se veía desde arriba el canal que quedaba entre el peñasco y tierra firme, vio desde la altura en que se encontraba como al entrar la ola impetuosa en el estrecho, las aguas subían un buen tramo y luego con el reflujo aminoraba la profundidad del lugar. Volvió a esperar a que entrara la ola y confirmó su anterior apreciación. ¡Entonces lo decidió! Se lanzaría desde aquella imponente altura, justo cuando el agua del mar empezara a invadir el canal, tendría que calcularlo muy bien, debería arrojarse al vació midiendo el tiempo necesario para caer precisamente cuando el volumen de agua alcanzara su mayor altura –menos de 4 metros de profundidad-. También consideró la fuerza del impulso que tomaría en vuelo horizontal para poder librar las salientes rocosas y luego perfilar su caída hacía el mar.
Roberto Apac después de santiguarse en varias ocasiones y pedirle perdón con el pensamiento a su madre por lo que iba a hacer, esperó el momento propicio para lanzarse al vació. Abajo, sus acompañantes, al verlo parado al borde del acantilado adivinaron sus intenciones. Los gritos ahora eran de espanto, de alarma, de desesperación. Su hermano Salvador que desde muy chamaco tuvo un vozarrón le gritaba: –¡Si te avientas te vas a matar, no seas pendejo! ¡Si te matas, te chingo! Le gritaba como enloquecido. -¡No te tires cabrón! ¡No lo hagas!, ¡Por favor no lo hagas! Le decían a gritos los otros.
Sin importar se lanzó y una figura humana se recortó en el aire frente a la inmensidad del mar del Pacífico mexicano, primero como el grácil vuelo de una gaviota marina y luego como una saeta que cae en picada para reunirse casi amorosamente con las aguas del mar tropical. Así un 13 de febrero de 1932, en un cálido atardecer se vio por primera vez un clavado desde la cima de aquel montículo. Fue Roberto Apac, un nativo de Acapulco quien se lanzaba al vacío desafiando a la muerte en un hermoso clavado desde la Quebrada en Acapulco, México, un lugar de fama internacional en donde desde entonces se práctica este peligroso y afamado deporte.”.
¿Alguna vez has visitado este lugar?