Escalar palmeras de 30 metros para derribar cocos le ha dejado muchas cicatrices a Daniel: sobre las cejas, la frente, en las manos y en las piernas, y cuando se le pide hablar del tema no sólo muestra las huellas, sino también lanza una advertencia con la mandíbula apretada “Aquí todo es bajo tu propio riesgo”.
Su trabajo es peligroso. Por eso no invita a conocidos a trabajar con él. En los 15 años que lleva como trabajador de cocos, la lista de accidentes es larga. Desde compañeros descalabrados – ya sea por un coco o por las pencas, que bajan de la palma a gran velocidad – hasta fracturados a causa de una caída. Así es el oficio de los coqueros en Acapulco.
Hoy es algo que muy pocos quieren hacer, los trabajadores, escalan de 15 a 20 palmeras para bajar más de 600 cocos que serán vendidos antes de la comida en el puerto.
Daniel cuenta que para hacer su faena sólo necesita una cuerda de cincuenta metros y un machete. El ritual consiste en adherirse al tronco de brazos y piernas, como un imán, una vez arriba, necesita tres minutos arriba y no sólo cuida de él, sino de las pencas que están creciendo, ya que un mal corte puede terminar con la producción de los próximos tres meses, y eso lo dejaría sin trabajo.
“Estar en la copa del cocotero es descubrir un nuevo mundo: el choque del viento y la frescura de la brisa marina hacen que me sienta como si estuviera en una silla con el ventilador frente al rostro” “Es muy divertido”.
“Antes de subir, siempre me pongo un líquido para evitar picaduras, pero jamás puedes ser precavido ante la naturaleza”…
Para tumbar cocos se necesita de una gran condición física y mucha precaución para salir ileso de los riesgos. Una incertidumbre con la que se vive el resto de la vida. Sin embargo, Daniel tiene claro que tendrá trabajo hasta que su cuerpo decida lo contrario… “aquí la edad lo decidirá todo”.