La leyenda del águila y el nopal es sin duda uno de los relatos más valiosos y mejor conocidos por los mexicanos, pues se trata nada más y nada menos que del mito sobre la fundación de la que hoy es la Ciudad de México, la gran Tenochtitlan, y a partir de la cual prosperaría el imperio que maravillaría a los conquistadores dos siglos más tarde.
Esta leyenda sobre la cual también parte el origen de nuestro escudo nacional, está basada en un texto que recuperó el historiador indígena Fernando de Alvarado Tezozómoc a partir de la tradición oral de los antiguos mexicanos durante la primera etapa del régimen colonial español, por lo que se trata de la versión más antigua que existe sobre ella: la”Crónica Mexicayotl”, escrita en náhuatl alrededor de 1598 ¿La conocías?
El águila y el nopal
Cuenta la leyenda que de Aztlán, sitio mítico que se cree está situado en el actual Nayarit o en alguna parte del norte de México, partieron siete tribus por órdenes de Huitzilopochtli, “el colibrí a la izquierda”, deidad nahua del Sol, quien les indicó que debían dirigirse hacia el oriente, en dirección contraria al atardecer, ya que ahí los aguardaba una tierra rica y fecunda en la cual hallarían su nuevo hogar. Entre las tribus se encontraban los tepanecas, que al llegar al Valle del Anáhuac fundarían la ciudad de Azcapotzalco; los culhuas elegirían la ribera oriente del gran lago de Texcoco y aún más lejos en la misma dirección se establecerían los chalas; los xochimilcas se instalarían en la ribera sur, y más abajo del cerro del Tepozteco habitarían los tlahuicas; por su parte, los tlaxcaltecas se decantarían por construir sus ciudades al otro lado de los volcanes.
Pero de todos ellos, el pueblo preferido por Huitzilopochtli era el de los mexicas. Fue por eso que a ellos habló personalmente, eligiendo a dos de sus guardianes, Cuaucóhuatl y Axolohua. Los hizo llamar poco antes de enviar a las demás tribus a su largo peregrinaje, y a ellos dijo: “En donde la tierra aparezca rodeada de agua, entre cañas y juncias, ahí estaré de pie, ahí reinaré”. Sin dudarlo, con fe ciega en que Huitzilopochtli guiaría su caminar, los mexicas partieron mucho antes del amanecer.
Durante su andar hallaron oyameles, pirules y cañaverales, así como algunos bichos, ranas y peces, todos teñidos de un blanco resplandor; emocionados, los mexicas comprendieron que su camino estaba siendo bendecido por la deidad del Sol, quien regalaba a sus ojos tan espléndido milagro de la naturaleza. Pero eso no era todo. Algunas noches después del blanco paraje, Huitzilopochtli visitó nuevamente a los mexicas, llamó a Cuaucóhuatl y a Axolohua, y así les habló:
“Han estado ya entre las juncias y los cañaverales, pero aún a sus ojos falta una señal más… han de hallar el nopal que se eleva entre las aguas, y entre cuyas espinas a su vez se yergue un águila con las alas desplegadas, que mansa se bate las plumas, que reina donde la tierra está rodeada por agua, que reina entre las cañas y las juncias… y cuando encuentren el nopal que el águila ha convertido en trono, ahí se detendrán, ahí sobre esa tierra se asentarán, ahí en esa tierra del nopal reinarán ¡Ahí levantarán la gran Tenochtitlan! Y desde esa tierra elevarán sus pechos al Sol y blandirán su flecha y su escudo para conquistar todo el Anáhuac”.
Acto seguido, Huitzilopochtli se desvaneció con la brisa. Cuaucóhuatl y Axolohua reunieron a todos los mexicas, ancianos, niños y jóvenes, y sin contener la alegría anunciaron las palabras exactas que acababan de escuchar de labios del propio Sol. Sin dudarlo un instante más, los mexicas apresuraron el paso, siguiendo el rastro blanco y la resolana del amanecer. El rumbo del oriente sonreía a los recién llegados de Aztlán: como si el dador de vida hubiese extraído del más hermoso de sus sueños la imagen que con tanto ardor anhelaba encontrar el pueblo mexica, ahí, frente a ellos, sobre un islote bañado por las aguas de Texcoco, crecía un nopal, y sobre el nopal se alzaba poderosa un águila que cortando con garras y pico la piel de una culebra, comía de su carne.
Ésta, ante el asombro de los mexicas, inclinó su cabeza en gesto reverencial, como quien da la bienvenida, como quien reconoce la victoria. El águila continuó devorando al áspid mientras Huitzilopochtli hacía una última aparición y anunciaba con su potente voz: “¡Mexicas, aquí ha de ser, aquí será! ¡Admiren su nueva patria, su nuevo hogar! ¡Aquí han de construir la gran Tenochtitlan!”.
Así fue como, guiados desde Aztlán por Huitzilopochtli, los mexicas hallaron en un islote en pleno corazón del gran lago de Texcoco el águila que devorando a una serpiente sobre un nopal indicaba el sitio sobre el que habrían de erigir su nuevo hogar, la gran Tenochtitlan.